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Camila Sosa Villada. Soy este puñado de rencor de clase y con eso escribo.

Así se describe Camila Sosa Villada. Escritora y actriz, nació en La Falda, Córdoba, un 28 de enero de 1982. Su novela Las Malas (Tusquets, 2019) incrementó su exposición pública ya que fue una suerte de “boom literario”: se vendieron más de siete mil ejemplares y será traducida al alemán, francés, italiano y croata. Además, es una de las cinco finalistas del premio Mejor Novela Medifé-FILBA. Escribió tres libros más. El primero (La novia de Sandro, Tusquets, 2015) se reeditó recientemente. Actuó en cine, teatro y televisión. Estudió Comunicación y Teatro en la Universidad Nacional de Córdoba. Y pasó del under al mainstream cosechando elogios en ambos mundos. Sin etiquetas, caretas ni falsedades, Sosa Villada se ha forjado su propio camino esquivando la condescendencia y el elogio desmedido. 

Habló con G7 sobre su presente, el cual vive antes que analizarlo demasiado: «Ojalá tuviera tiempo y estructura para ponerme a pensar en cómo se vive un momento así». A la vez, arroja: «Soy una travesti que comenzó a travestirse allá por el 96, en ese pueblito entre montañas y sufrió mucho por eso». Hoy es parte de un proyecto teatral en pandemia (Amor en cuarentena, de Santiago Loza con dirección de Guillermo Cacace) y se piensa a sí misma como «Una sobreviviente que tocó la muerte un par de veces, que se la pasó mirando desde afuera cómo era vivir en sociedad».

¿Cómo vivís el crecimiento de la exposición pública que viene teniendo tu obra?

No lo sé. Lo vivo como puedo. A veces creo que se trata de un equilibrio que alcanza una vida en particular frente al horrible desbalance del mundo, de una sociedad y de un tipo de política. Porque soy una travesti que comenzó a travestirse allá por el 96, en ese pueblito entre montañas y sufrió mucho por eso. Porque tuve hambre, bronca y lloraba casi todos los días por la persecución y los escupitajos. Eso deja tranquila a mucha gente. Inmediatamente piensan en Las Malas (o en el teatro también) como una salvación. Eso me parece de una vulgaridad, de una falta de hilvanado, ni siquiera costura, un hilvanado con la cultura. Pero este pensamiento se me va cuando me encuentro con el sufrimiento de ser travesti en Latinoamérica, en este país. Cuando rascás un poquito en las capas de buenos modales de las personas y te das cuenta que son unos trans-odiantes de mierda. Si yo, que soy una mina leída, que no pasa hambre ni tiene problemas de dinero gracias a Las Malas, tengo que vivir este tipo de persecuciones no quiero imaginarme lo que vive una piba en la calle, con la policía, clientes y vecinos. Todos los días llegan noticias de ataques a travestis. Todos los días se derrama en este país sangre travesti. Tan solo por ser travestis. Entonces pienso que todo ese bla bla alrededor de un éxito literario modestísimo como este no sirve para nada. Salvo por el dinero. Finalmente, soy una travesti bien capitalista y paki y me importa el dinero, porque es una manera de protegerse de ese afuera.

Se reeditó La novia de Sandro (2015), tu primer libro. ¿Cómo fue este proceso y cuál es tu vínculo con esa obra?

Con La Novia de Sandro me pasó que mientras escribía El viaje inútil me di cuenta que me resultaba ajeno como libro. Luego de tres años los poemas me parecían escritos por otra persona. Por una Camila enferma, rota, perdida en Buenos Aires mientras hacía El Bello Indiferente, con muy pocas palabras para hablar de algunas cosas que hablaba en el libro. Y ahí quedó. El año pasado en un almuerzo, (Ignacio) Iraola y la (Paola) Lucantis de Planeta me propusieron reeditar el libro y les pedí que me dejaran revisarlo, que quería volver a escribirlo. Y como soy un poco malcriada me dijeron: lo que quieras. Volví al libro como si contemplara una foto en la que salía con un vestido o un corte de pelo muy feo y me puse a reescribirlo, quitar sobre todo algunas desmesuras, algo que no podía estar en la escritura por haber sido engendrado en un momento muy doloroso de mi vida. Yo era una novata. No sabía lo que hacía allá por el 2015 cuando salió el libro. Pero recuerdo la presentación, el Cuarteto de cuerdas Magnolia tocó un par de tangos, mi amigo Chacho Marzetti dijo que yo embellecía Córdoba y Lucas Tejerina, un poeta de acá leyó conmigo. Mis papás lloraban en primera fila.

Estuviste formando parte de «Amor de Cuarentena», una propuesta teatral virtual en tiempos de pandemia. ¿Cómo fue esa experiencia?

Fue inesperado. No sabía bien dónde me estaba metiendo. Pero no hay nada que me guste más que los desafíos así que acepté. Me mandé a trabajar con (Guillermo) Cacace, que hizo la dirección con una precisión de orfebre, a la distancia y por WhatsApp. Pensaba cómo resolver el asunto de la falta del cuerpo en una experiencia que se diría teatral, aunque excede el teatro y se acerca más a un teatro de las voces, del mismo modo que Marguerite Duras llamaba al trabajo del sonido de sus películas: la película de las voces. Luego está que me confieso fan de Jorge Marrale. Ahora que trabajamos para un segundo experimento al estilo Amor de Cuarentena, ensayamos por Zoom y no puedo creer que sea el mismo actor que veía en Vulnerables haciendo de psicólogo. Lujos de pandemia; lujos de travesti pelechada.

Hay una frase de Jean Paul Sartre que dice que un escritor dinamita su vida y construye a partir de los escombros de su biografía, los ladrillos de su literatura. ¿Coincidís con esto? ¿Cómo se da ese proceso particular a la hora de crear tu obra?

Creo que la diferencia con Sartre es que mi vida no fue dinamitada por mí. A los explosivos los pusieron otros. Mis padres, mis vecinos, el pueblo, la policía, la política, la historia argentina. Yo no dinamité nada. Pero vivo entre escombros. Ojalá hubiera tenido la posibilidad de decidir: ¡Ay! ¡Voy a arrojarme a esta vida a contramano, a los abusos policiales y prostibularios, qué divino, voy a implosionar para ver si puedo escribir algo! Me tocó la vida que me tocó e hice lo que pude. Ni más ni menos. Lo demás es que soy una enamorada de la ficción, entonces son siempre imágenes que me resultan material de escritura. Veo cosas que son como el inicio de una fiebre. Y luego escribo y escribo sobre eso llenando páginas que se me van de las manos, como quien dice. No tienen un destino. Eventualmente lo encuentran pero escribo sin disciplina, sin plan ni apuntes. Me siento frente a la computadora y me dejo llevar.

Siguiendo con esto último, alguna vez contaste que tuviste que construirte tus propios personajes en el teatro porque no existían roles pensados para una travesti. A la hora de construir un personaje, ¿cuánto hay de vos misma y cuánto de imaginación y creatividad?

Está mi cuerpo en la escritura, en el teatro y cuando canto. El cuerpo de una intérprete. Invento. Voy cincelando con mis escasas herramientas que, tal vez, solo alcanzan para pensarse a mí misma. Mi atención no está puesta ahí, en ese asunto, en todo caso. Eso es algo que ven los otros, por morbosos, porque piensan que una travesti no puede inventar nada, que solo es posible escribir como cronista. Yo estoy en otra. Voy por otro camino más salvaje, con menos estatutos. El pasaje de la experiencia a la literatura es ya una separación de lo que fue. Esa memoria está intervenida. Admiro a los escritores que creen que traen algo nuevo al universo. Como dicen mis amigas maricas, se me ríe la cola de semejante petulancia.

En una entrevista mencionaste que «el hecho de que las chicas trans se tengan que operar clandestinamente con silicona es una cuestión de clase. En La novia de Sandro escribís: «Soy una negra de mierda (…), una desclasada». ¿Cómo impactan estas cuestiones como la raza, el género y la identidad en tu obra?

No lo sé. Supongo que soy yo misma y no puedo escapar de esto. Soy una negra, hija de negra, nieta de negra, sobrina de negras, prima de negras. Soy de una familia de campesinos que trabajaban cultivando tierras ajenas. Mis papás vendían comida para poder hacer su casa en épocas de una pobreza total allá por los noventa. “Negro puto” era uno de los insultos a la orden del día. “Arreglate los dientes negro puto”, me dijo una vez un cliente en la puerta de mi casa después de coger, una noche. Se dio vuelta y, a unos metros, desde mi ventana, lo vi vomitar. Estaba muy borracho y, posiblemente, vomitaba por el alcohol. Pero a mis 20 años pensé que vomitaba por mis dientes chuecos. Como estaba becada en un colegio privado, me tocaba compartir mi vida con gente de mucho dinero. Leía mi pobreza en esa constatación. De modo que soy toda esta bolsa de resentimientos, todo este puñado de rencor de clase y con eso también escribo. Como escribo con todo lo otro que soy también. Una sobreviviente que tocó la muerte un par de veces, que se la pasó mirando desde afuera cómo era vivir en sociedad. También una niña travesti interpretando miles de papeles a la vez, como una orquesta, para no ser molida a golpes, para suscitar algo parecido al deseo que me volviera inmune frente a mis verdugos. Y luego, que lo que escribo está escrito con esta conciencia. No puedo ser una buena escritora. No puedo escribir como los demás. Mi conocimiento alcanza hasta acá. Y no puedo hacer más.

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