Quién es Dillom, aquel que puede hacer un tema con Bizarrap y más tarde grabar con L Gante.
Puede invitar a Pergolini a su disco, sacarse una foto con Fito Páez después de un show.
Dillom. Llenar 2 Vorterix en 4 minutos y cantar para 100 mil personas.
Seguir yendo al chino como siempre y darse cuenta de que ahora no lo paran 2 o 3, lo paran 15 personas para pedirle una foto.
Dillom está vestido con una remera rayada roja y negra, un jean azul, el pelo prolijo y el micrófono de pie en frente. Una luz azul envuelve el escenario.
En frente suyo hay miles de cabezas que se hacen chiquitas y se pierden en la oscuridad: es el público del Lollapalooza en el prime-time del día 1, algo así como 100 mil personas.
Viene de tocar en el Cosquín Rock, pero no tiene nada que ver con esto de subirse al escenario de un festival en horario central, menos cuando todo sucedió en una seguidilla de casualidades: C. Tangana se bajó del festival con sólo 2 días de anticipación y Dillom subió en el line up quedando en la mejor posición.
Parado en frente de todo ese público, el más multitudinario que alguna vez vio en un show propio, mira fijo al horizonte y en los ojos se le nota que no lo puede creer. Hace una pausa entre canción y canción para ponerlo en palabras.
“En 2014 vine a mi primer Lollapalooza y después estuve todos los años. Siempre pensaba en estar acá arriba del escenario. Es un sueño, gracias por venir a compartirlo conmigo”.
El aplauso aturde y lo consagra: al día siguiente Dillom es tapa de diarios, revistas y portales. Lo nombran como el responsable del mejor show de la primera jornada del festival.
Y entonces, en el marco del Post Mortem Tour, agota 2 Vorterix en 4 minutos.
En 2016 la policía entró a la casa en la que vivía Dylan con su mamá en Colegiales.
Buscaban drogas y se llevaron puesto todo lo que había en el camino: las computadoras, los celulares, cualquier dispositivo que pudiera almacenar información.

Dillom. Llenar 2 Vorterix en 4 minutos y cantar para 100 mil personas.
También se llevaron la última parte inocente de un pibe de 16 años, la que operó por última vez cuando le pidió a los efectivos de la policía que por favor no le sacaran el único pendrive del que podía rescatar sus 5 o 6 temas, que todavía debían un show.
Dylan ya era Dillom, uno más under.
Y lo tenía presente incluso cuando en su casa entraron a las patadas, esposaron a su mamá y se la llevaron presa. Lo tuvo presente porque la música fue el refugio, el lugar seguro que nadie le estaba dando.
Justo después de dejarle el pendrive y antes de llevarse a la madre, los policías llamaron a su papá para que lo fuera a buscar. Una, dos, tres llamadas sin respuesta.
Insistía, la policía. Y entonces el hecho de que años atrás el papá de Dylan se haya convertido a la religión judía aparecía como un dato clave en ese momento, que nadie entendía por qué ese hombre no le atendía el teléfono a la policía. Por qué no le atendía a su hijo.
Cuando lograron contactarlo, su primer reflejo fue decirle que no, que no lo podía ir a buscar porque era sábado, porque no debía usar el celular, porque a esa hora, por qué.
¿Cómo le explicás a tu papá que tu mamá está esposada en frente tuyo, tu casa está destrozada, que tenés 16 años, que si no viene te llevan? Que si no va no hay pendrive, no hay show, no hay música que valga.
El allanamiento es para mí como un Antes y Después de Cristo.
Es el punto clave.
El padre lo buscó para que no quedara en la calle o en un instituto de menores. Y al otro día, con el pendrive y una computadora que había salvado de la casa, Dillom se subió a un escenario con el allanamiento encima.
El mismo que estará presente en ese escenario y en todos los que vendrán después: esa noche de sábado es el quiebre. Todo lo que viene después, es Post Mortem.

Dylan nació en el año 2000, justo en las puertas del estallido social, político y económico más importante de la historia reciente de nuestro país.
El 2001 lleva la marca de la clase media empobrecida que tuvo que salir a pelearla y Dillom se inscribe ahí: es una radiografía de muchas de las cosas que somos.
Un pibe de clase media, que nació en Once y se crió en Colegiales. Toda su vida fue, para los ojos de los demás, un cheto.
La historia de Dillom no es la del barro de las clases populares, de los pibes de la plaza que no tenían nada.
Su mamá vendía ropa en Parque Centenario y si bien no vivían cómodos tampoco vivían mal.
Fue a una escuela técnica de las más reconocidas de la Ciudad de Buenos Aires, el Raggio.
Ya estudiaba para ser Técnico en Publicidad muchos años antes de saber que a los 20 iba a gestar su propio sello discográfico.
Dillom buscó el barro en los círculos en donde se formó más como artista que como persona.
Se juntó con gente de todos esos barrios que no eran Colegiales.
Se tatuó un juguito en la cara en el afán de tener un diferencial, ese que hoy no sólo es tinta en la mejilla sino también una historia: cuando le preguntan por qué se tatuó la cara siempre dice que en la adolescencia conoció a un pibe que le dijo: “te hago un tatuaje gratis, pero tiene que ser en la cara”.
Nunca me habían ofrecido nada gratis, así que acepté.
Sin embargo Dylan siempre fue parte, como muchos otros, de esa clase media flutuante, que cuando Centenario funcionaba estaba bien y cuando no, se hundía con rapidez.
Sus papás se separaron cuando tenía 8 años. Y ahí todo empezó a cambiar un poco.
Su papá formó otra familia y se convirtió a la religión judía, dejando a Dylan fuera de muchas de las dinámicas cotidianas.
Entonces él se constituyó así: como un outsider.
Siempre me gustó representar a la gente que se queda afuera, porque yo soy uno de esos.
Después del allanamiento vivió un tiempo con la familia de su papá, hasta que un día la ortodoxia de su padre lo echó a la calle.
Su vida no era compatible con la de esa familia, ni la que proponía una religión con la que Dillom no se identificaba.
Agarró sus cosas y se fue a una plaza, a pasar la noche buscando una solución.
Su padre le ofreció irse al sur o al norte del país, en ambas latitudes Dylan tenía familiares que lo podían recibir. Pero alejarse de Buenos Aires significaba renunciar a un privilegio que había tenido desde chico: todas las cosas con las que Dillom soñaba pasaban en este lugar.

Irse a vivir a otro lado era casi renunciar a su sueño de, alguna vez, subirse al escenario del Lollapalooza. O quizás, tomar un camino más largo.
Después de esa noche en la plaza, Dylan le pidió hospedaje por unos días a un amigo de la primaria. Entonces lo recibieron su amigo y su familia, encabezada por la madre, Lili, y esos días se convirtieron en 5 años.
Hoy Dillom vive con Lili y esa familia que le abrió las puertas cuando su propio círculo lo había dejado en la calle.
Ahora que está pegado y que tranquilamente podría vivir solo, elige seguir ahí porque siente que les debe la vida y porque también tener compañía lo rescata.
Me ayuda tener gente en casa que me espera, no puedo irme de joda y caer todo doblado.
A los 4 años, dice Dillom, era artista plástico. Hacía unas obras increíbles.

A los 14 empezó a producir música y a tocar en eventos como DJ.
A los 16 dio un show horas después de que la policía entrara a su casa y se llevara presa a su mamá.
A los 21 está en San Isidro, en uno de los escenarios más reconocidos, tocando para 100 mil personas.
No sólo lo soñó, también lo planeó toda su vida.
Pero en el camino, Dillom pensó más de una vez que todo eso nunca iba a llegar: después del allanamiento, tuvo un período de intenso vínculo con drogas, con pastillas.
Durante ese tiempo firmó su renuncia a la vida, se convenció de que iba a morir jóven.
De que nada podía estirarse mucho más en las condiciones en las que estaba.
Entonces su arte se hizo carne de ese aura oscura, llena de alusiones a la muerte, sin prejuicios, sin cuidados. Trash.
Dillom se peleó con el trap en su momento de explosión, le tiró a Duki y más tarde dijo en una entrevista que “el trap ha muerto”.
El beef cerró con la BZRP Music Session de Dillom (la más dislikeada de todas) en donde decía:
esto es trá(sh)
lo tuyo es basura
Con Bizarrap Dillom llegó al mainstream.
Fue un antes y un después. Una Session moralmente incorrecta por donde se la analice, inescuchable, “invendible” según él.
Pero la publicidad negativa también es publicidad, le enseñaron en la escuela.
Y Dillom se pegó. Hoy la sesión tiene casi 100 millones de reproducciones; a Dylan no le interesa más pelearse con los y las pibas de la escena; no le interesa vivir drogado.
Le interesa vivir en un escenario. Y desde que lo logró ya no piensa en morir.
De la adrenalina y el vértigo del éxito surgió Post Mortem, su primer disco de estudio.
Cuando la música le empezó a cambiar la vida, entendió que la muerte había tomado otro rol en el mapa: apareció el miedo. El miedo a morir, el miedo a que se mueran los y las que ama. El miedo por lo frágil que es -y él lo sabe- la vida.
El disco es una forma de pensar en la muerte desde sus múltiples aristas. En matar, en morir, en que se mueran otros. En resucitar. En querer vivir. En contar todo lo que lo trajo hasta acá.
“La Primera”, la canción con la que abre el disco, es un recuento de toda su vida en 3 minutos.
Con un trabajo audiovisual impecable, dirigido por @noduerm0 y @santichaher, Dillom pone su narrativa a disposición. Hay ahí un nene de menos de 10 años, en su cumpleaños, inocente, soplando las velitas acompañado de toda su familia.
Está también Dillom en su versión adolescente, rebelde, que escapa, que corre, que le pegan, que lastima y lo lastiman. Que sopla las velas en un cumpleaños absolutamente solitario mientras la policía rompe todo lo que hay alrededor.
Y por último el Dillom con el que Dylan sueña, ese que canta, que hace música. No hay, aún en esa historia, escenarios con público masivo.
Vengo con la idea de hacer canciones, dice Dillom en una entrevista en el Método Rebord.
¿Se entiende la diferencia entre temas y canciones?
— Las canciones transmiten algo, perduran a lo largo de la historia. Cuando me dicen canción pienso en una forma de composición tipo Beatle. El tema es más coyuntural, se pega y se borra.
Entonces “La Primera” es una canción hermosa.
Si bien Post Mortem surge como concepto a raíz de una experiencia personal, Dillom exploró el recorrido conceptual del álbum en todos los detalles.
La presentación del disco, en diciembre del 2021, fue literalmente un funeral. El suyo.
Los artistas que forman Bohemian Groove, el sello independiente del que Dillom es socio, ambientaron un bar de Palermo con fotos, flores y un ataúd en el que hizo su entrada el artista. Salió del cajón en el escenario, agarró el micrófono e inauguró así su disco.
En esa rueda de prensa había periodistas pero también amigos, familiares y compañeros de trabajo que lloraban porque Dillom parecía estar, de verdad, muerto.
Un poco por el concepto y otro poco por la experiencia, Dylan necesitaba personificar a la muerte.
Necesitaba sentirla cerca y saber que la había burlado, saber que estar en ese ataúd era lo más cerca que podía sentirse del dolor, de la muerte, de todo eso que alguna vez vio como próximo.
La presentación de Post Mortem fue la despedida a ese Dillom más outsider. A esa vida al filo. Pero no a la búsqueda musical de algo distinto: en este disco no hay trap, y probablemente no se pueda reconocer un sólo género. Porque Dillom apuesta todo para “romper con la idea de los géneros”.
Con influencias como Red Hot Chilli Peppers, AC/DC, Eminem y referencias que van desde Edgar Allan Poe y Lovecraft hasta Kubrick, Pergolini e Isabel Sarli; Dillom no habla de géneros pero tampoco de edades. Trasciende esas fronteras, bucea entre ellas.
La última vez que lo quisieron correr con que su música no era apta para todo público sacó la versión ATP de OPA, un tema de su último disco.
— Cuando salió OPA yo sabía que iba a ser jodido para los chicos. Pero cuando yo era chico lo que más quería escuchar eran ese tipo de letras: me gustaban las canciones que tenían malas palabras.
Terminó siendo una movida de marketing de las más exitosas para la presentación del disco.
— Yo estudié publicidad y si hay algo que aprendí es que todo tiene que tener un por qué.
El crecimiento de Dillom como artista fue vertiginoso, y eso también se plasma en sus letras.
En Post Mortem cuenta su vida en detalle: se repiten referencias a los cumpleaños en soledad, a la sensación de estar siempre “del lado de afuera”, al éxito, a la plata.
— Hablo de la plata porque soy alguien que viene de no tener casi nada a vivir de lo que me gusta, en un país donde es muy complicado sobrevivir.
Habla de plata siendo consciente del lugar en el que vive, del privilegio que significa ganar plata haciendo lo que te gusta.
Y también un poco para mostrarle a la industria que su modo de producir es válido, funciona.
Porque ese manejo de la plata que gana haciendo música y reinvierte para que hagan música los y las que quiere, también constituye su identidad y su rol en la escena de la música urbana hoy.
Dillom se desmarca del trap, dice que ocupa un lugar alterno, no-hegemónico. Uno que nadie venía ocupando.
Si bien no le gusta el mainstream de hoy, entiende que la industria argentina de la música está pisando fuerte en el mundo. Dice que Argentina tiene un diferencial, que traduce en un lenguaje particular.
Así como Bohemian Groove tiene el propio: un sello colaborativo en donde hay artistas de la música, del cine, del arte y del sonido. Son amigos que ganan plata haciendo arte y la ponen a disposición de los demás. Es, en palabras de Dillom, una cooperativa.
Arriba del escenario del Lollapalooza, esa organización horizontal parece tener revancha: ahí donde afirma que la música puede ser de otra manera, por fuera de la industria. Ese “tomá!”, es para todos los que le dijeron que no se podía.
— Si Pergolini se entera que tengo un sello con dos amigos se pega un tiro.
Y así como dice eso, lo llama a Mario para que participe de un tema en su disco: la lectura de un capítulo de Demian, de Hermann Hesse.
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Dillom es trash y también intelectual. Es intergeneracional. Puede hacer un tema con Bizarrap y más tarde grabar con L Gante. Puede invitar a Pergolini a su disco, sacarse una foto con Fito Páez después de un show. Llenar 2 Vorterix en 4 minutos y cantar para 100 mil personas. Seguir yendo al chino como siempre y darse cuenta que ahora no lo paran 2 o 3, lo paran 15 personas para pedirle una foto.
Puede darles protagonismo a sus amigos, correrse del centro. Armar un sello con menos frialdad y más compañerismo.
Hacer subir al mainstream a un tipo como el pelado de soul, que se hizo conocido en los boliches de San Martín y en los bares de Palermo por ir a bailar para ganarse unos pesos y hoy es la estrella de los videoclips de Dillom.
Es artista y empresario.
Dylan vivió un allanamiento, se quedó en la calle, tocó con lo que tenía y ahora tiene todo. Pasó por El Quinto Escalón pero sólo para mirar; vivió la explosión del trap y se construyó en un costado.
Fue también el cheto que iba al Lollapalooza como espectador, que vivía en Colegiales, el rubiecito y carilindo como Seven Kayne.
Pero Dylan es en realidad, a pesar de que hoy esté en el mainstream, un outsider. Porque propone algo distinto, porque está mirando a otro lado; busca el concepto, las formas.
Habla de la muerte, de la vida y del éxito. De esas cosas que nos tocan a todos. Habla con
los pies en la tierra mientras canta que sus nuevas zapatillas valen un Don Perignon.
Dylan es el resultado del deseo profundo con el que construyó una escalera y un mapa para salir: el deseo de ser, alguna vez, Dillom frente a 100 mil personas.
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Por Agustina Gálvez para La Agenda Buenos Aires.
Nació en Buenos Aires en 1999. Vive en Villa Pueyrredón con se perro que se llama Ciro por Los Persas. Estudia Comunicación Social en la UBA. En Twitter es @AguusGalvez