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Mis balcones en Palermo

La casa donde vivo en el barrio de Palermo, en Buenos Aires, está ubicada en una esquina y tiene dos balcones, uno sobre cada calle. Era inevitable, en aquellos tiempos no tan lejanos en que nos visitábamos, que cuando alguien entraba a mi casa por primera vez se enamorara de uno de los dos balcones e ignorara el otro. El elegido siempre fue el balcón que da sobre el Jardín Botánico de la ciudad. El otro, un balcón lateral con vista a una calle angosta, era desdeñado. Es que el del botánico ofrece un manto de distintos tonos de verde que se extiende delante de los ojos hasta donde termina el parque.

Un amigo, que ha viajado por todo el mundo, me dijo: “Parece que vivieras frente al Central Park”. Yo no diría tanto, pero reconozco que el Jardín Botánico es uno de los parques más bellos de mi ciudad. En ese balcón, el preferido de los visitantes y tal vez el más envidiado, suelo desayunar. Coloco el café y las frutas en una pequeña mesa de hierro, y me siento frente a la copa de los árboles entre los cuales se dibujan unos pocos senderos angostos y la plaza de juegos para niños, desierta desde que empezó la cuarentena.

En el confín del parque, cuando se acaba el verde, los edificios me recuerdan el ambiente urbano en el que vivo. Puedo distinguir alturas, formas, brillos y sombras de las distintas torres. Pero, a la distancia, es imposible distinguir una ventana, otro balcón, y cualquier clase de movimiento en ellos. Son moles imponentes, rotundas, impersonales. Solo puedo adivinar que hay alguien allí después del atardecer, cuando el manto verde se transforma en un tapiz negro y los destellos amarillos, blancos o rojos que aparecen detrás de él indican algún tipo de vida.

Hace semanas que nos quedamos en casa debido al aislamiento social que dispuso el gobierno argentino. Los que tenemos balcón sabemos que somos privilegiados. Sin embargo, ha sucedido algo inesperado a partir de la pandemia: el balcón que elijo para asomarme ya no es el que da al Jardín Botánico, sino el que da a la calle angosta. ¿Por qué? Allí me encuentro con mis vecinos. Los veo aparecer cada mañana. Veo cómo se visten, si beben, si bailan, si se desperezan. Hasta adivino por sus movimientos si ríen o lloran. Me invento historias con lo poco que sé de ellos. En ese balcón, me encuentro a diario con un joven que hace gimnasia en su terraza, mientras suena reggeatón en un equipo de música. Todas las tardes asisto a la rutina de un matrimonio que va y viene por su balcón a paso firme, como si estuvieran entrenando para una próxima maratón. Me saludo en los mediodías con una señora que sale a regar las plantas, acompañada por un gato gris que se le mete entre las piernas. Y a las nueve de la noche todos, el joven gimnasta, el matrimonio de corredores, la señora con su gato, y varios más que no distingo, salimos a nuestros balcones que dan a esa calle para aplaudir a quienes trabajan en hospitales y otros servicios públicos. A veces cantamos y después nos saludamos con la mano, a la distancia. Los árboles del botánico son bellos, pero no aplauden, ni saludan, ni cantan.


Este artículo fue publicado originalmente en NY Times por Claudia Piñeiro, guionista y dramaturga argentina. Ganadora de los premios Sor Juana Inés de la Cruz y Alfaguara. Su libro más reciente es Catedrales.

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